miércoles, 11 de noviembre de 2009

Pistas para no dejar de existir

Cuando se termina de leer La subasta del lote 49 dan ganas de empezar otra vez, desde el principio e intentarlo de nuevo. Uno tiene la impresión de no haber sido suficientemente atento, de no haber seguido todas las pistas, de no tener ninguna seguridad o no haber entendido del todo. Es una lectura difícil, para qué negarlo, pero deslumbrante y exquisita.

La novela comienza la tarde que Edipa Maas se entera de que su ex novio Pierce Inverarity ha muerto y la ha nombrado albacea de su herencia. El testamento es el desencadenante del viaje de Edipa, un trampolín para romper con su vida cotidiana –de la que no sabemos nada-, y sumergirse en otras realidades. Más allá de esta aclaración, no tiene mucho sentido resumir el argumento laberíntico y descabellado de La subasta del lote 49, y de hacerlo, Pynchon se reiría aún más de nosotros. La dificultad no estriba en que unas historias vayan sucediendo a otras, sino en el juego de espejos de las diferentes historias, que parecen tener lugar a la vez en épocas diferentes – el pasado trastoca constantemente el presente-. Y lo que es más complejo, en niveles de realidad diferentes. Pero conectadas entre sí. La idea de línea o puzzle plano no sirve para describir estas estructuras, quizá sea más útil la imagen de las matrioshkas, muñecas rusas que contienen otras. A Pynchon le encanta usar otras ficciones, historias dentro de historias, que se entrometen de forma decisiva en la vida de los personajes, como una película en la televisión o una obra de teatro. Igual que sucede en Hamlet, cuando la representación sirve para desvelar un secreto que no puede ser comunicado de otra forma.

En La subasta del lote 49 hay tanto secreto que el lector acaba por olvidarse de ellos. Los secretos no son los que se dice que son. Hay tal exceso de información que no queda más remedio que coger de la mano a Edipa y dejarse arrastrar con ella. El testamento (o pretexto) es el primer enigma de muchos, que Edipa no logrará resolver. Parece como si Inverarity tratase de transmitir un descubrimiento (Tristero) aunque también puede ser la trampa más retorcida de un amante resentido, una burla cruel: enloquecer a la persona amada. Edipa se ve envuelta en una conspiración: en su viaje trasnochado no hay nada casual. Los personajes con los que se encuentra, aparecen y se evaporan dejando pistas, pero van muriendo uno a uno. O abandonando la realidad, como su novio Mucho Maas –que acaba enganchado al ácido- o su psiquiatra, el doctor Hilarius, convencido de que lo persiguen los israelíes para saldar cuentas por su pasado durante la Segunda Guerra Mundial. Edipa acaba por darse cuenta de que está sola.

Y entonces Pynchon escribe un último capítulo, glorioso, donde no trata de dar cerrar la novela dando soluciones sino de seguir abriéndola, desterrándola de sí misma. La herencia, dice al final, es Norteamérica. Puede que éste sea el único momento en que el lector sienta que se satisface su intuición. Después de deambular por los márgenes, del orden al desorden, de lo conocido a lo desconocido, La Subasta se revela como un canto a Norteamérica.

David Lynch ya debería haberla rodado. O incluso Wim Wenders.

Los lugares por los que transitamos con Edipa forman ya parte de nuestros sueños: las autopistas de California, la noche en San Francisco (repleta de símbolos de Tristero), el motel de carretera que se llama Los jardines de Eco, los antros como Al estilo Griego, las canciones de un grupo como Los Paranoides, que regalan botellas de Jack Daniels, la radio, la Clínica Psiquiátrica Hilarius, los almacenes, los bufetes de abogados de Los Ángeles, los cubos de basura bajo los puentes, el club de los enamorados anónimos, organizaciones con siglas tan estrafalarias como R.E.S.T.O.S o N.A.D.A.

El entramado de referencias de todo tipo (Remedios Varo, Shakespeare, los Beatles, La Odisea, por citar las más evidentes), el cruce de lenguajes casi siempre simultáneo (científico, irónico, poético, sarcástico…) e incluso de géneros (fantástico, road movie, cine negro…) no debe espantar al lector. Pynchon es un trapecista que se arriesga con cada palabra, que se impulsa hasta casi desaparecer, que brilla un párrafo tras otro y que, nunca nunca cae. Por si acaso, cuenta con un gran colchón; precisamente ese imaginario norteamericano, que no sabemos si es una fantasía o es real, y que incluso aunque fuese un engaño, asumimos con gozo.

Cuando Edipa vuelve a casa, acude a su psiquiatra con la esperanza de deshacerse de su fantasía. El doctor exclama “¡No lo haga y trátela con amor! ¿Qué otra cosa le queda? Sujétela bien por su minúsculo tentáculo, no permita que los freudianos se la arrebaten con zalamerías ni que los farmacéuticos se la eliminen a fuerza de pócimas. Sea cual fuere, cuídela con cariño, porque si la perdiese, por ese pequeño detalle sería usted como los demás. Y empezaría a dejar de existir.”

Puede decirse sin tapujos que La subasta del lote 49 es una novela necesaria, cuando no tantas lo son. Nos pregunta ¿QUIÉN ERES? como una esfinge y se adentra con descaro en la llaga: nuestra propia realidad como mentira.

Platón también enloquecería leyéndola.

No hay comentarios: