martes, 1 de marzo de 2011

La coca cola y las palabras emborrachan, y sobre todo las-historias-que-no-son-historias. Las historias-a-secas aburren, cansan. Pero las historias-que-no-son-historias siempre dejan con necesidad de más. Porque quitan las ganas de dormir. Porque dan ganas de escribir y follar, de chillar y correr y pegar, y de hablar en inglés macarrónico. Porque llenan los minutos como nada más en el mundo. Porque sacan la sonrisa de la garganta y descosen las heridas. Porque pueden encender una hoguera en cualquier bar.
Para que las historias no sean historias, tienen que ser viajes, tesoros, y sobre todo, secretos. Y esos secretos han de ser desvelados siempre como si fuese la primera vez (aunque sea la centésima vez) y tienen que dar vueltas hasta quedarse anclados en algún lugar entre el esternón y los isquiones.

Para que las historias no sean historias no es necesario que sean verdad, pero es mejor creer que así es y que quien las cuenta asegure que no miente.
No hago más que darle vueltas a las “Apacherías”. Literalmente. Las Apacherías se doblan y desdoblan, se despliegan como un mapa, se superponen, te arrastran, te abandonan, las retomas, te pierdes, y a la vuelta de la hoja te sacuden, te recuerdan el indio que hay en ti y las preguntas que una vez te hiciste y luego te esforzaste en olvidar, te despiertan, te llevan del presente al pasado, y al revés, se reflejan como espejitos mágicos del desierto, se alimentan, se pelean, se sostienen unas a otras.
Es extraño. Después de todo, creo que podría morirme sin pisar el Oeste. Morirme esta noche borracha de historias-que-no-son-historias, de apacherías, de revoluciones. Morirme creyéndomelas todas todas todas, como una niña.
Al menos ahora sé que el Oeste no me lo inventé yo.

1 comentario:

Helena M. dijo...

quiero leerlas!!!!! siempre me inyectas los libros... :)